Una breve historia de mis corbatas
Si es verdad, como lo dice la poco fiable Wikipedia, que la corbata viene de ‘croata’.
Gracias a una tira de tela atada al cuello que llevaban los seis mil caballeros que llegaron en 1660 a ofrecer su apoyo al imperio, y que la primera acepción de la tira de seda que cambió la manera de ser moderno y ejecutivo en el mundo del siglo XX es italiana, también lo es que su uso ha sido blanco de miles de sentidos que a lo largo y ancho de la historia se han valido del artículo como una metonimia diversa.
La corbata colombiana es el horror de tajar el cuello de la víctima para sacar por allí su lengua. A ese pavor un muy buen grupo de punk español, Siniestro Total, le dedicó una canción del mismo nombre, donde se escucha: “Oye, pana, la corbata colombiana, oye pana, no me gusta nada”. “Un tipo de saco y corbata”, se oía por allá en los años ochenta del siglo pasado, para referirse a un grupo de banqueros que saqueó la economía con unos fondos de inversión en Panamá. Lo cual me recuerda que los viernes había que ir al colegio de corbata porque Dios no quería niños en sudadera. Y que la corbata era de caucho, con el nudo ya hecho, para evitarnos la ignominia de tener nueve años y hacernos un lazo a las cinco y media de la mañana mientras en Bogotá todavía estaba oscuro. Después del caucho, vendría la época billy y la corbata era de cuero gris, negra, o azul oscuro, una tirilla delgada y rígida que poco a poco he vuelto a ver salvo en grupos de electro clash, como si el mundo de la moda fuera una ruleta caprichosa que se detiene en lugares insospechados: de los niños de un colegio bogotanos que iban a misa a los chicosindiesde algún suburbio de Inglaterra.
No estoy ni a favor ni en contra de la corbata. Mi memoria va de un lado a otro viendo anchos rombos setenteros que adornaban las panzas de los conductores de bus; sedas Ferragamo de un hombre de quien no quiero acordarme y que vivía en mi casa; corbatas cafés de todos los vigilantes que han cuidado, con paciencia, de un montón de gente que vive en edificios y que cree que los tienen que cuidar. Al principio odiaba la corbata y me imaginé que ser quien quería ser era abnegar de ella. Mi padre se la habrá puesto por ahí tres veces. En una de ellas yo no vivía para contarlo. Ocurrió en 1975, el año en que se casó con mi mamá. En las fotos he visto su corbata blanca --¿blanca?—y su traje azul cielo y me he preguntado porqué tiene tan mala cara y he llegado a la conclusión, pues nunca se lo he preguntado, de que la culpable es la corbata. Después, cuando los viajes aparecieron y ya estaba divorciado de mi mamá, recuerdo que fuimos al matrimonio de una prima famosa y él se puso una corbata con un paisaje de Van Gogh. Así como lo oyen. Ahí se veía feliz, como si la corbata en sí misma no fuera el problema, sino el diseño de la misma. Siempre me dijo que las corbatas asfixiaban, que eran para gente que necesitaba parecer tensa o importante. Lo cual es verdad en este país donde Looney Tunes, los Simpsons, El demonio de Tasmania, y Popeye han servido para ser modelos en corbatas de miles de mensajeros que, por un momento, creyeron que le podían dar color a la gris vida de recibir humo en todo el cuerpo, subidos en sus motos.
Ya se que dirán que hay corbatas de corbatas, que hay ocasiones que lo ameritan. Me casé de corbata, pero me separé sin camisa, digo yo. La corbata, no sé si lo sepan los pobres croatas, ha sido motivo de estudio; tiene decenas de maneras de hacer nudos –el Windsor es el más elegante, dicen--; es requisito de clubes decimonónicos que todavía existen –en algunos tienen en la portería y si uno va sin una se la prestan; es como el casco de los que montan en mototaxi--; no hay entierro, ni grado, ni fiesta de quince donde la corbata no se enrede, sirva de balaca o termine colgando a la altura de los muslos de los mismos que hace unas horas eran elegantísimos. La corbata fue un signo de distinción que, como muchas de las cosas del protocolo, cayó en desuso: ahora es alternativa y los conservadores se la ponen verde, mientras los liberales amarilla, mientras los uribistas de antes se la ponían de rayas y los de ahora no la usan. La corbata es play, es delgada, se pone con bluyines, y con la camisa salida, pobre, ha perdido su lustre, se volvió la misma tira de trapo con la que unos jinetes croatas se secaban el sudor.
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