Un dios azul
Por las calles se han visto pasar calvos que llevan una colita en la parte trasera de la cabeza y mujeres con telas amarradas como vestidos; se ha escuchado a un grupo de gente cantando en un idioma rarísimo; en algún bus han ofrecido incienso y libros sobre meditación. Tal vez usted escuchó que eran hare krishna y algo supo sobre la relación que tienen con la India. Estuvimos entre ellos para conocerlos mejor.
- Fotofrafía: Salomé Cohen -
na mesa de libros empolvados, dos elefantes de un metro de alto, un chico de túnicas blancas que combina con tenis deportivos. Esta es la entrada del templo: un edificio de color curuba con columnas y techo de cúpulas. Un mural al costado anima a los peatones a ser vegetarianos. Los libros son sobre yoga, cocina natural y filosofía védica. El chico es un devoto hare krishna, su nombre espiritual es Brahma Gayatri. Brahma está recomendando un libro a una parejita de adolescentes, algo les dice sobre Krishna y les regala una estampa de esas brillantes que cambian de imagen al moverla. A veces levanta la voz para hacerse escuchar por encima del ruido de un Transmilenio que arranca en la 32 con Caracas. En el antebrazo de Brahma, un tatuaje dice “All you need is love”.
¿Hare krishna? En realidad se llaman vaishnavas y son personas que siguen un camino espiritual en el yoga y en el amor a Krishna. Se ganaron este apodo por el mantra que más cantan: el maha mantra. Ahora, la historia de cómo llegaron personas de un país como Colombia a adorar a un dios de la India empezó por Srila Prabhupada –no se preocupe, todos los nombres son difíciles al comienzo–. Este hombre nació en Calcuta y, cuando ya estaba entrado en años, su gurú le encomendó la misión de llevar la filosofía de la India a Occidente. Así que se embarcó rumbo a Estados Unidos en 1965, a donde llegó con solo siete dólares y empezó un movimiento que creció realmente rápido. Algo había en él para que una generación, la de los sesenta, se sintiera identificada con las ideas de amor y divinidad de las que hablaba.
- Fotofrafía: Salomé Cohen -
Pero Alejandro no es de esa época. Tiene veinticinco años y desde hace tres y medio empezó a interesarse por la filosofía de Krishna. Hace dos le ofreció un soneto a su maestro espiritual, que lo bautizó con el nombre de quien consideran el creador del universo: Brahma. Ese mismo día se puso por primera vez la ropa de devoto, una tela amarrada de la cintura para abajo y una camisa larga. Esta es ropa traída de la India y el conjunto puede costar ochenta mil pesos, aunque a veces se las regalan entre devotos. Él, por estar empezando, las usa blancas. Pero no es obligación, es una forma de pertenecer y de recordarse bajo qué principios están viviendo, “aunque el hábito no haga al monje”, como me dijo Brahma.
Desde que llegó al movimiento, Alejandro empezó una transformación en su vida, que ha estado acompañada de la filosofía yóguica y que ha pasado por varias etapas. Del fanatismo, que compara con estar obsesionado con una banda nueva a la que escucha todo el día, sobre la que habla todo el tiempo a todo el mundo y sobre la que no acepta críticas, pasó a tener un momento de duda, acompañado de una recaída dura en las drogas que antes consumía. Luego empezó a tomárselo con más calma: “me di cuenta de que mi nombre es Alejandro pero también es Brahma, los dos son parte de mi verdad. No se trata de rechazar lo que he sido… aunque de las cosas que me avergüenzan es haberme alimentado de carne”.
Y es que ser devoto no solo es cuestión de entonar el nombre de Krishna, ni de ser un Super Saiyajín en yoga. Ser vegetariano, austero, célibe y no intoxicar el cuerpo ni la mente con drogas, alcohol o juegos de azar son algunos de los cambios que los interesados en este camino deben hacer. Para erradicar la carne de sus vidas, pueden ir a los restaurantes de la comunidad en los que ofrecen platos de comida india, mezclada con sabor criollo vegetariano. También venden libros de recetas que abordan el alimento como una ofrenda a Dios. Sobre la austeridad, diría uno que andan sin celulares o que desisten de ganar dinero, pero no porque también son prácticos. Si un smartphone les sirve para comunicar sus mensajes de forma efectiva, se compran uno. El chiste está en no morir de ansiedad por tener el último que salió al mercado. Algunos trabajan fuera del templo y ganan sueldos. Alejandro, que ha hecho carpintería, ha pintado o ha sido mesero, gasta su plata en música, en salas de ensayo y en estudios de grabación.
Ahora, la sexualidad es un tema complejo. Cuando los devotos se declaran renunciantes, son completamente célibes, canalizan toda su energía en el amor a Dios. Para ellos, acostarse con alguien con fines diferentes a procrear se considera lujuria. De ahí que vean a la homosexualidad como una anartha –algo indeseable de una persona– y la comparen con la avaricia o la vanidad. Maharas Sri Dhar, un sannyasi que lleva veintitrés años en el movimiento, me dijo que no rechazarían a una persona homosexual, como no rechazarían a un drogadicto, con tal de que trate de hacer una pareja “normal” o que se vuelva célibe. A las parejas heterosexuales todavía les queda la opción de buscar la aprobación del maestro espiritual para luego casarse y tener hijos. Aunque si no aplican ninguna de las anteriores (celibato o aprobación del maestro), lo mínimo es que lleven una sexualidad responsable y no promiscua.
La mayoría de vaishnavas tienen sus hogares pero dedican su tiempo libre para ir al templo. En cambio, para los que viven en los templos y ecoaldeas los días giran en torno a Krishna. Se levantan a las cuatro de la mañana, se bañan con agua fría, cantan mantras, estudian filosofía y hacen lecturas de los libros védicos. De ahí empiezan labores más prácticas: en el restaurante, en publicidad, en la boutique o en la academia de yoga, oficios que brindan el sustento económico del movimiento. Salen también a cantar a las calles para purificarlas, para ponerlas a vibrar con sus mantras. Cuando lo hacen en la tarde aprovechan para anunciar el plato de comida gratis que dan luego del ritual de la noche. Animan a los transeúntes a hacerse preguntas del estilo de: “por qué estamos en este mundo”, “qué es el amor”, “por qué no me salen las cosas que quiero hacer”. Cuando se acaba el día, vuelven a los cuartos compartidos para hombres o para mujeres y duermen en el piso, o sobre cobijas o, los más acomodados, sobre sleeping bags. Es una forma de vivir simple, me dice Alejandro. Un dato curioso: al igual que en la India, ellos tampoco usan papel higiénico sino agua.
Fue en los rituales de las noches en los que Alejandro empezó a entrar en contacto con los devotos. Cuando estudiaba música en la Universidad Distrital faltaba a clase. Prefería quedarse leyendo en su casa. Un día se encontró Los secretos de un yogui, un libro de entrevistas de Prabhupada, y le llamó tanto la atención que siguió con La ciencia de la autorrealización. Se encarretó con el yoga y empezó a ir a Loto Azul, un restaurante vegetariano en La Candelaria. Allá, me dice, le mostraron a la deidad. También se sintió muy emocionado cuando supo que los alimentos que le compartían al final habían sido ofrecidos a Dios: “Me conmovía mucho. Era raro, me sentía como estúpido porque me daban muchas ganas de llorar de nostalgia por lo que estaba viviendo. Eso me llevó a conocer más sobre los devotos”.
Dejó de ir a tantas fiestas, de meter tantas drogas y de salir con tantas chicas a la vez. Sus amigos lo veían como si se hubiera vuelto loco.
—De estar en ese ambiente, de un momento a otro, decidí cortar con esa rutina, y eso es muy difícil de comprender para las personas, más si les dices que se trata de Dios.
—Me imagino que debe ser peor tratándose de un dios importado…
—Es que acá Dios es un viejito blanco que te está criticando y juzgando todo el tiempo, que te llevará al infierno. Pero Krishna es azul y tiene una flauta y baila y canta y eso es muy bello.
Pero hay algo más que Dios en este estilo de vida. La Consciencia de Krishna busca ser también consciencia ambiental y social. De hecho, los cuatro principios que proponen de no comer carne, no consumir drogas, tener una sexualidad responsable y ser austero, buscan liberar a las personas de un sistema que en el fondo es muy opresivo. Fue Hari Sankirtan Das, líder de la comunidad, quien me dijo que se trataba de una revolución, pues al fin y al cabo detrás de lo que buscan evitar hay un negocio redondo al que le interesa mantener una bandera de libertad. La idea de todo esto es que lo religioso no sea algo ajeno a la cotidianidad; que no sea ir a la iglesia el domingo y durante el resto de la semana ser una cagada.
“Nadie puede decir quiero niños sin hambre en el mundo, me choca la deforestación, quiero los ríos limpios, y luego ir y comer carne”, señala Hari Sankirtan. Es por esto que en su comunidad apoyan La Revolución de la Cuchara –un movimiento que promueve el vegetarianismo como forma de activismo social–. Además, en temas ecológicos, se han aliado con culturas ancestrales latinoamericanas. Hace poco, los principales líderes indígenas de Colombia se reunieron con ellos en una de las ecoaldeas del movimiento y firmaron la declaración de las Naciones Unidas del Espíritu.
Los vaishnavas plantean también la importancia de resistir por medio de boicots económicos: “no le compramos a la gente que se aprovecha de nuestra ignorancia”. Por ejemplo, demuestran cómo es de fácil vivir sin Coca Cola. Y no es que sean del todo socialistas, aunque parte de su crítica social hable sobre lo fundamental que es que haya salud y educación gratis. Tampoco son anticapitalistas: ven que aumentar las ganancias no es un problema, sino que esto se logre a partir de empobrecer al vecino. Buscan que seamos más solidarios; sueñan un futuro mejor en un país donde se compre lo que el mismo país produce, al estilo de los judíos y los chinos, me explicó Hari Sankirtan. De ahí viene que produzcan alimentos orgánicos en sus ecoaldeas a las afueras de diferentes ciudades y los vendan a precios justos.
Entonces sí, son diferentes. Por eso muchos los ven con desconfianza. Me contaba Alejandro que su mamá y la familia de ella no simpatizan con que él sea hare krishna: “ellos son cristianos y todo el tiempo les dicen en su templo que aquel que piense diferente tiene influencias demoniacas”. Y Alejandro, aunque se alejó de su abuela, aprendió también a evitar temas sensibles con su familia. Por estos días que volvió a vivir con su mamá después de tres meses en el templo, ha mejorado la relación, me dice, así ella quiera que él vuelva a la universidad cuando no es una opción para él.
Pero, como me dijo Maritza Blanco, una cineasta bogotana que hace poco hizo un curso para dar clases de yoga terapéutico, ellos son muy valientes: “Hay mucha generosidad en ponerse una túnica y verse diferente en una sociedad que te juzga. Los admiro mucho por su pujanza, porque cada vez crecen más y están tomando mucha fuerza. Incluso ya estuvieron en el Congreso”. Y es que más allá de la euforia que produce cantar durante horas, o de lo hipnóticos que son sus altares de luces, colores y deidades que miran a los ojos, hay una comunidad que se ha consolidado sobre ideas y principios convenientes para muchas formas de ser. No es gratis que pueda llegar a encontrarse a los mismos tipos rapados de colita o las mismas túnicas en Rusia o en Chile o en alguno de los otros cuatrocientos templos que hay alrededor del mundo. Se han adaptado a cada contexto y, como muchas religiones, los vaishnava han sido abrigo para personas que llegan con problemas.
Por eso Alejandro está contento siendo hare krishna. Si bien los cambios que ha hecho han sido difíciles y por razones físicas como tener una novia no es el más devoto, ha encontrado en los vaishnavas un espacio de reflexión que antes no tenía. Así que, al igual que la tarjeta que cambia de imagen pero que es una sola, será Brahma pero nunca dejará de ser Alejandro.
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