Un lugar incómodo llamado hogar: de paseo por las calles de Bogotá
Bogotá es una ciudad fría que muchas veces pasa por hostil en sus espacios públicos y vías, y que –a pesar de todo– para muchos es su hogar. Hace un año que Felipe Carrión dejó de vivir en Bogotá: nosotros lo invitamos a que nos contara e ilustrara cómo fue redescubrir su ciudad a su regreso a esta casa tan acogedora y disfuncional.
Actualmente vivo en uno de esos países donde todo funciona como un relojito.
Uno de esos que no están rotos y predicen con inverosímil exactitud la hora a la que llegara el bus. 12 con 38 minutos y en 15 minutos viene el próximo. Vivo en uno de esos países que tienen metro, tranvía y tren. Así que llevo un año sin Bogotá y Bogotá un año sin mí y viviendo lejos, extraño la casa. No sé si sea la nostalgia, pero aún siento que estoy diseñado para vivir allí.
Siempre pensé que las vicisitudes de la migración están relacionadas con que me habían moldeado con el mismo barro rojo de las ladrilleras aledañas. Pero la verdad es que cuando volví de visita, dudé si Bogotá acaso estaba diseñada para alguien como yo, o incluso para cualquier otro….
Los bogotanos aprendemos a vivir en una ciudad que tiene problemas de presión arterial alta. La movilidad de sus extremidades es torpe y caótica, la circulación entre las venas y arterias es compleja. Mas nadie puede detenerse, porque si paramos, la ciudad muere.
Las rutas que me llevaron hasta Bélgica no fueron ni Lijaca ni un D20. Lo que me trajo fue una necesidad de movimiento que, en ese momento en 2021, no me permitía mi ciudad. Cuando estuve allí, el diciembre pasado, mis pies lo recordaron.
II
Me pareció entender en esta ocasión que los cuerpos en Bogotá están diseñados para la espera. Cuerpos de piel gruesa e impermeable, cuerpos de ojos amplios, no por la forma pero por la función de poder abarcar más que lo obvio en las esquinas nocturnas. Cuerpos de pies anchos como de hobbit. Y no es para menos porque cualquier recorrido a través de la ciudad es ir de la comarca a Mordor (y de vuelta).
Mi segundo día en La Nevera, cogí el alimentador desde donde mis papás hacia la casa de mi amiga Camila para recoger la bicicleta que había abandonado allí hace un año. Después de todo, sabía que como mejor conozco esta ciudad es a dos ruedas. Mi cuerpo me iba avisando, algo que mi mente ignoraba: la espera. La espera sentado o parado, la espera espichado o en solitario. Siempre un poco hincada o torcida porque sin querernos tanto, nos recostamos un poco en el vecino mientras nos quedamos dormidos. A esa espera de un cuarto de siglo de nuestro “metro subterráneo”, que bautizaron Transmilenio.
No fue sino llegar al portal y entender que no era necesario tocar para entrar, porque igual este siempre va ser mi hogar. Pero a la puerta de mi ciudad le echaron candado y al portón, rejas gruesas: me tocó comprar Tullave.
El acceso ya no solo estaba abarrotado sino también extra embarrotado por unas puertas bien inmundas llamadas “sistema anticolados”. Supongo que el nombre se lo debemos a que le siguieron sacando el culo a lo realmente importante en un sistema –es decir, a las personas–. Y aun así le hacemos fila.
Verlas me hizo recordar una historia. A finales de febrero llegaron a estas puertas unos primíparos bumangueses recién llegados a la capital con su mascota: la perrita Sensatez (llamaremos así al cuadrúpedo con fines narrativos). Intentaban penetrar lo que parecía una prisión giratoria, cuando Sensatez quedó atascada entre los barrotes giratorios de ese mismo modelo anticolados que me dio la bienvenida. ¡Qué angustia tan hijueputa!. La perrita jadeaba y salivaba. Llamaron a los bomberos, pero al final fue un familiar quien logró llegar en moto con una segueta para cortar uno de los barrotes de esta prisión antes de que pasara una tragedia con la pequeña Sensatez.
Lo inverosímil del asunto es que luego las autoridades estaban enfadadas y listas para presentar una posible acusación por el cargo de daño a bien ajeno. ¿Cómo no sentirse bienvenido?
III
Sería bueno coger un Delorean en este momento para manejar a 88 millas por hora para intentar engañar a Peñalosa y decirle que aquella hermosa visión de las licuadoras luminosas, este largo vehículo donde estamos todos revueltos, no era un Transmilenio sino un metro. Aunque con los trancones quién sabe si podríamos llegar con Marty a tiempo.
En el transmi, me acomode en una esquinita al lado del acordeón. Iba mirando por la ventana las líneas de los cables que parecieran una partitura colgada entre dos marañas de postes, donde las notas son palomas y en ciertos lugares cometas que se quedaron atascadas en la canción. Esas líneas van dirigiendo la vista por las avenidas y confundiéndose entre más líneas y cajas eléctricas. Los espacios pseudo habitables parecen rechazar a cualquiera que los quiera intentar ocupar como esas esquinas que han ganado un volumen extraño para no compartir su espacio con nadie. Fueron ellas las antecesoras de las piedras picudas bajo los puentes que evitan que tanto ricos como pobres hagan “mal uso” de lo público.
“La Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan”, decía el escritor frances Anatole France.
Tenía que bajarme en Héroes e ir hacia el Polo. Mientras salía, recordé ese 2021 en que hicimos temblar como cuajada ese monumento cuando salimos con pintadas y carteles a las calles, cantando para quitarnos la rabia, como dice La Muchacha en su canción. Extraña ausencia, ahora que le dieron la estocada final con maquinaria para darle paso al regalo prometido, el metro. Pero eso sí, ¡por lo menos y para que nadie pueda alegar! El rediseño institucional policial, una realidad. Ya no más chaquetas fosforescentes con verde militar sino un muy elegante azul oscuro. Justo por lo que marchamos.
Salí de la estación y bajé un par de cuadras para ver si con ese calor tan berraco, el agua me refrescaba un poco la espera.
Aunque Bogotá no tiene mar, tiene su equivalente a los largos paseos por la playa. La espuma y la arena se meten entre los dedos de los pies, y también entre las medias y las botas del pantalón cuando se sumergen entre el barro de los charcos escondidos en la rota retícula gris.
Cuando Microsoft incluyó en Windows 98 al Buscaminas en su bandeja de juegos no sabía que nos estaba entrenando para el momento de la verdad en el que el destino de un zapato seco se determina por la habilidad ocular para percibir pequeñas diferencias en el campo minado de charcos sazonados. Nosotros no diseñamos la ciudad sino que esta nos modeló a sus necesidades.
IV
Finalmente llegué a donde mi amiga Camila. Me tiró las llaves desde el balcón para abrir el portón, y después de subir 5 pisos a pie sin ascensor le di el abrazo de un año de espera. Despinchamos la bici arrumada en lo profundo de un parqueadero, almorzamos y me despedí con otro abrazo largo. Según la leyenda, el cuerpo jamás olvida de montar en cicla. Y no es que haya dejado de montar. Realmente en el país donde vivo no faltan los espacios para las bicis, pero ahora iba a montar de nuevo en mi bici y por esas ciclorrutas tan características de nuestra ciudad que en varios lugares parecen terminar (o adentrarse) en la dimensión desconocida.
Mientras tomaba la ruta, esquivando algunos buses azules, recordé que antes de casarme con la cicla, yo andaba en buseta. Venían de todos los colores. En los últimos años del colegio, ahí arrancaron mis primeras aventuras. Mi madre me decía que para volver a la casa debía coger el que decía Éxito 68.
En la calle veía: Perdomo, Germania, Centro, Egipto, Castilla, Lijaca , Bosa, Toberín, Roma, Granahorrar, Villa Cindy. Una exposición entera de lettering rolo que duraba entre 5 min y 2 horas. En ese momento no lo sabía, pero me entretenía viendo unas joyas de la gráfica criolla que hoy son clichés de la nostalgia.
Finalmente lograba divisar en la distancia Éxito 68 en letras rojas y fondo amarillo. Si no fuera por lo pedagógico de estas tablas con letras grandes y coloridas quizás aún 12 años después estaría perdido en alguna parte de la ciudad preguntando por direcciones. El sistema de ahora funciona mejor, pero me da una confusa desazón al ver todas las tablas de los buses en Helvética y con el mismo color. ¿Cómo volver a casa ahora? Ya ni vivo en la 68, y de todos modos me fui buscando el supuesto éxito a otro lugar.
Iba llegando a casa al mismo tiempo que el sol iba pintando todo de naranja, y ahora si todo lucía hecho a ladrillo y a color buñuelo. Los rostros se iban posando en los hombros del vecino o en los vidrios de los buses azules y articulados rojos. Los cementerios de cometas con forma de postes enmarañados y cables de electricidad me iban guiando donde dormiría esa noche. Mi casa.
Aunque en este momento vivo en uno de esos países donde todo funciona como un relojito aún siento que muchas de esas partes y engranajes que le faltan a mi hogar o a mi ciudad se han venido acomodando entre los dos continentes. A lo mejor esta ciudad no está diseñada para mí, pero muchas veces pienso que yo sí lo estoy para ella.
Después de todo un reloj roto da la hora correcta dos veces al día. En este caso la llegada y la despedida.
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