En contra de la maternofobia
¿Es posible ser feminista y abrazar la maternidad? A partir de su experiencia, Mamá Milenial comparte sus reflexiones sobre esta tensión. Se trata de una relación compleja, que no tiene que ser entre opuestos, y que abre espacios para conciliar la libertad, la resistencia, la teta y los pañales.
o no quería ser madre. No entendía quién querría serlo. Me molestaba el llanto, los gritos, las risas descontroladas de lxs niñxs. La idea de cambiar pañales, dar la teta, tener una familia “tradicional” y que alguien dependiera de mí me olía a esclavitud. Quería libertad. Libertad para viajar. Libertad para trabajar. Libertad para escribir. Libertad para ser. Y la libertad no va muy bien con la maternidad, o eso creía hasta que nació Nicolás. Mi hijo es una máquina demoledora que día a día destruye casi todo lo que pensaba que era ser madre.
Ese miedo y odio que sentía tiene nombre: maternofobia. No es algo malo y, en cierta medida, es normal. Si desde pequeñas nos enseñan que debemos parir porque tenemos útero y un supuesto instinto maternal (que aún no conozco), ¿quién querría ser madre? Si toda la vida vemos que las mamás cercanas a nosotras han tenido que escoger entre encerrarse en el hogar o hacer malabares para conciliar maternidad con trabajo remunerado, ¿quién querría ser madre? Si se nos dice que el cuidado de lxs niñxs es más nuestra responsabilidad que la del padre, ¿quién querría ser madre? Y si se nos vende el arquetipo de la mamá perfecta, sacrificada, abnegada y que contra viento y marea puede con todo, ¿quién querría ser madre?
Y la verdad es que no lo sé. No creo que haya una respuesta única y universal y mucho menos racional. En mi caso, mi deseo por ser madre tiene una razón más emocional que intelectual, pues soy consciente de que no vivimos en un mundo amigable con las madres y lxs niñxs, que existe la sobrepoblación y que lo más posible es que a la generación de mi hijo le toque enfrentar todos los problemas socioambientales que dejaremos. También sé que el capitalismo no nos deja maternar como queremos y que una sociedad que gira en torno al mercado y la productividad –y no al cuidado y la vida– es antimaternal. Sí, soy consciente de que tener hijxs puede parecer una locura y que como dice Rachel, la protagonista de la película Vida privada, ni siquiera sabemos si la maternidad y paternidad biológica sean éticas en las condiciones actuales. Pero aun así hay algo que nos hace desearlo y serlo incluso cuando tenemos mil motivos para darle la espalda a la posibilidad de descendencia. No puedo explicar de qué se trata ese deseo, solo sé que no es instintivo porque no es universal y que, por eso mismo, lo esperanzador es que hoy, para muchas mujeres, la maternidad ya no es una imposición.
La maternidad como pregunta y elección es algo que le debemos a las feministas de la segunda mitad del siglo XX que se atrevieron a cuestionar el mandato de la madre y a decir, escribir y gritar que la maternidad patriarcal nos esclaviza. Se lo debemos a Betty Friedan con La mística de la feminidad, donde, entre otras cosas, mostró cómo las mujeres somos socializadas para pensarnos solo como madres y esposas sacrificadas y dependientes económicamente del hombre. Se lo debemos a Simone de Beauvoir con El segundo sexo al separar nuestra biología de lo que una mujer es y por lo tanto liberarnos de la maternidad como mandato de la naturaleza. Más recientemente, se lo debemos a la francesa Elisabeth Badinter (quien sigue viva) con La mujer y la madre, que habla de la maternidad y la corriente más conservadora de la crianza natural como formas de esclavitud, y se lo debemos a todas las feministas que continúan luchando por una maternidad decidida y el derecho al aborto. Sin embargo, a varias de esas feministas también les debemos una herencia antimaternalista, pues en la necesaria lucha de la maternidad como elección se cayó en un discurso antirreproductivo que hoy en día sigue muy presente y que yo, sin saberlo, replicaba con mi maternofobia.
En Una crítica al antimaternalismo, Julia Cañero Ruiz, antropóloga y defensora de la crianza con apego, dice que “si las madres feministas somos capaces de entender cierta maternofobia de algunas corrientes feministas es porque antes de ser madres, no lo éramos”. No estoy de acuerdo con todo lo que dice Cañero en ese ensayo, pero en esto sí. Yo no era feminista antes de ser mamá. La maternidad es la que me ha llevado a cuestionar un sistema que no solo nos castiga por ser mujeres sino por nuestra posibilidad de ser madres; maternando entendí que lo privado es público y político y que la lucha también es por liberar la maternidad del patriarcado; con mi hijo encontré reflexión, deconstrucción y emancipación; a mí ser madre me abrió los ojos y por esto rechazo que me hagan sentir “mala feminista” por haber llegado al feminismo con mi maternidad.
Cuando quedé embarazada y estaba dando mis primeros pasos hacia los feminismos tenía mucho temor de contárselo a mis amigas “independientes”, aquellas que ven a lxs niñxs como pequeñas sabandijas cuya única misión es arruinar la vida de las mujeres. Para ellas un hijx es esclavitud, encerramiento y domesticación. Lxs niñxs como un arma del patriarcado y nuestro vientre y útero como un accidente de lo que es mejor prescindir. “¡Idiotas las que son madres!”, era el resumen de sus pensamientos. “¿Cómo una mujer puede renunciar a su libertad por ser mamá?”, es la pregunta que se hacían. Con estas amigas, con las que compartía la maternofobia, hablaba de la independencia, de ocupar el espacio público (mercado laboral), de la pareja como una limitante y de lxs hijxs como un collar de perro. Algo así como este comentario que encontré en un post de Instagram: “Yo soy una feliz childfree. Siempre tuve claro que no quería hijos. Ahora soy abogada, tengo mi propia oficina, viajo, me doy gustos, duermo hasta tarde sin preocupaciones”.
Ese comentario no es más que el imaginario hegemónico de la maternidad como servidumbre, una idea avalada por algunos feminismos, como el de la escritora egipcia Nawal El Saadawi (Kafr Tahl, 1931), quien en una entrevista con El Clarín en 2017 dijo: “Las mujeres terminan por oprimirse a sí mismas: muchas creen en el matrimonio para toda la vida, y aguantan (...) las mujeres son esclavas de la maternidad. La maternidad es una cárcel”. O como el de Elisabeth Badinter en La mujer y la madre (publicado en 2011): “Aquellas que tienen una profesión interesante y sueñan con hacer carrera —una minoría— no pueden evitar plantearse las siguientes preguntas: ¿Hasta qué punto el niño va a ser un lastre en su recorrido profesional? ¿Podrán simultanear una carrera profesional exigente y la crianza de un niño? (...) ¿Podrán conservar las ventajas de su vida actual y qué parte en concreto de su libertad deberán abandonar?”.
Yo me hice esas preguntas, por supuesto, pero menos mal ahora me hago otras: ¿por qué esos discursos feministas ponen el dedo sobre la madre y no sobre un sistema patriarcal y capitalista antimaternal? ¿Por qué la pregunta del feminismo liberal es cómo las madres vamos a conciliar en el plano doméstico y no qué hace la sociedad y el Estado para que las mujeres podamos ser madres y al mismo tiempo muchas otras cosas más? ¿Por qué ese feminismo hace lo mismo que el patriarcado: individualizar el debate para que parezca que es nuestra culpa haber decidido ser mamás? ¿De verdad la única forma de ser libres es no siendo madres? ¿Y dónde queda nuestro deseo? ¿No importa?
Libertad no puede ser entrar a otro tipo de esclavitud: la de un mercado laboral hecho por y para hombres que no gestan, paren ni lactan y que si son padres no son corresponsables. Negar la maternidad en nombre del éxito capitalista es maternofóbico y tremendamente violento hacia las mujeres que sentimos la maternidad como una opción válida. Entender que el problema no somos las madres sino la sociedad patriarcal y liberal es de lo que deberíamos estar hablando las feministas en lugar de tirar culpas a quienes tenemos hijxs por supuestamente haber caído en la trampa del patriarcado. Dejar de pensar maternidad y feminismo como una contradicción en sí misma es fundamental para que, como dice Esther Vivas en Mamá desobediente. Una mirada feminista a la maternidad, podamos reinvindicarla en términos emancipatorios. No se trata de que todas las mujeres seamos mamás, pues no es un deseo universal ni natural, pero sí que respetemos y comprendamos que la maternidad hace parte de elegir sobre nuestros cuerpos y que las madres también resistimos.
Estoy segura que muchas mujeres no queremos ser (ni somos) la Betty Draper de las primeras temporadas de Mad Men que hoy en día sigue siendo el ideal de la maternidad patriarcal. Ese “ángel del hogar” a la que Viriginia Woolf en Professions for women se rebeló en 1931 y que describe como “intensamente comprensiva. Intensamente encantadora. Carecía totalmente de egoísmo. Destacaba en las difíciles artes de la vida familiar. Se sacrificaba a diario. Si había pollo para comer, se quedaba con el muslo; si había una corriente de aire, se sentaba en medio de ella”. No, somos muchas las que nos rebelamos contra eso, las que no cedemos nuestro pedazo de pan o aguantamos frío en nombre de otrxs; somos muchas las que nos queremos y priorizamos cuando sentimos que debemos hacerlo, que no vivimos una maternidad sacrificada ni esclavizada. Esto no significa que nuestra maternidad sea ideal (no creo ni siquiera que eso exista) pero sí que hay una serie de condiciones (privilegios) que hacen que la incomodidad propia de ser madre sea más llevadera. En mi caso, el padre de mi hijo lo cuida tanto y tan bien como yo y por eso tengo espacios en los que hago cosas distintas a maternar.
También somos muchas las que no aceptamos el opuesto del ángel del hogar: la súper mamá. La madre que logra conciliar trabajo remunerado con maternidad, crianza y cuidados, que no se queja por la doble jornada, que tiene tiempo para todo y que siempre es más que mamá. Somos muchas las madres feministas que nos damos cuenta de que ahí hay una trampa y de que la liberación va más allá de la independencia económica (que obvio es importante pero no es el final). Que la mayoría no somos capaces de ese ritmo desmedido de la súper mamá y que terminamos escogiendo obligadas (las que tenemos el privilegio de hacerlo) entre trabajar remuneradamente o cuidar de nuestrxs hijxs porque en este sistema hacer las dos cosas en la misma intensidad implica ser o “mala trabajadora” o la precariedad laboral (por ejemplo, para las que decidimos ser freelancers).
En mi caso, yo no soy ni ángel del hogar ni súper mamá. Me niego a abandonar todo lo que hay más allá del hogar, lxs hijxs y la familia. Pero tampoco me interesa renunciar a la experiencia materna. Pienso que hay otras formas de maternar y que una de las luchas que desde el feminismo deberíamos dar es que quienes deseamos ser madres lo hagamos sin que implique esclavitud, sacrificios y renuncias. Que podamos ser mamás y trabajadoras y escritoras y viajeras y aventuras y que nuestrxs hijxs no sean un límite, un yugo o un collar de perro. Que la decisión de ser o no mamá sea libre. Y para esto necesitamos que esa elección no sea impuesta por un sistema antimaternal, algo que incluso plantea Diana López Varela, autora de Maternofobia: retrato de una generación enfrentada a la maternidad quien estando embarazada decidió abortar porque se dio cuenta de que no quería ser madre: “Las que no lo son porque no pueden o porque sus circunstancias laborales o económicas no se lo permiten, desde luego no son más libres [que las madres]”, dice en una entrevista de 2019, publicada en La Vanguardia.
Necesitamos comprender que el capitalismo es incompatible con la maternidad, la crianza y lxs niñxs. A las mujeres nos socializan desde pequeñas para ser madres pero a la hora de la verdad no tenemos garantías: el mandato de la productividad económica, la inestabilidad y precariedad laboral, la libertad medida por la capacidad de consumo, el individualismo extremo y el extractivismo que tiene al planeta en jaque, nos hacen ser maternofóbicas y con toda razón. Así muchas sentimos culpa cuando pensamos en traer (o ya lo hicimos) más seres humanxs a un mundo donde todo parece indicar que en 2050 el agua será un recurso escaso, una culpa que se profundiza cuando nos atacan por parir mientras el sistema económico que destruye el planeta queda impune.
Hay también mujeres que se ven obligadas a aplazar la maternidad porque necesitan más dinero y estabilidad laboral, y cuando sienten que ya es hora hay una desproporcionalidad entre su edad y capacidad de gestar, por lo que terminan lanzadas en el negocio de la infertilidad creado por el capitalismo para responder a lo que él mismo provocó. Y así empresas como Google, Apple, Uber y Facebook les ofrecen a sus empleadas congelar sus óvulos para que sus “años mozos” los usen trabajándole al capital y no en cambiar pañales. Como escribe Esther Vivas, quien fue madre a los cuarenta años a través de una fertilización in vitro después de meses de intentar embarazarse con el método tradicional: “La infertilidad es una epidemia social: vivimos en un entorno que nos dificulta ser madres (...) El Estado es cómplice, cuando no promotor, de un medio socioeconómico que nos dificulta tener descendencia. Todo esto contribuye a la infertilidad. Aunque el discurso es otro: ‘la culpa es tuya, mujer, por haber esperado demasiado’”.
Al igual que el patriarcado, los feminismos antimaternales nos echan la culpa a las madres y dejan libre al sistema. No se preguntan por las condiciones estructurales que condicionan el tipo de maternidad patriarcal y neoliberal. No luchan por cambiar el sistema sino que, por el contrario, es afín a él: nos dice a las mujeres que la libertad está allá afuera, en el mercado laboral y que para eso es mejor no tener “cargas”, o sea, hijxs. Este feminismo no cuestiona la esclavitud del salario porque el fin es la emancipación económica. Y de esa manera, “descubrimos que si queremos hacer algo más, como tener hijos o cuidar de nuestros familiares, tenemos que encajarlo en los ratos libres o bien externalizar ese cuidado, delegándolo en terceras personas. Al fin y al cabo, ahora son solo opciones”, como escribe Carolina del Olmo en ¿Dónde está mi tribu? Maternidad y crianza en una sociedad individualista. Ese feminismo nos dice entre líneas que el jardín y la niñera deben ser nuestros amiguis y que quedarnos en casa es de “malas feministas”.
Y confieso que así me siento a veces. Mala madre feminista por haber decidido tener a mi hijo y, peor aún, por pasar el mayor tiempo de mi día cuidandolo, por “conformarme” siendo freelance para poder estar en mi casa, por dar teta muchas horas al día, por aceptar el naturalismo de la maternidad. Mala madre feminista no solo porque caí en la trampa del patriarcado que ha utilizado la biología para controlar y supeditar a las mujeres, sino también porque decidí no hacerle caso al feminismo liberal y antimaternal que afirma que soy esclava de mi hijo y sus necesidades. Mala madre feminista porque acepto que entre mi hijo y yo hay dependencia y que eso está bien, pues lo que caracteriza a lxs seres humanxs es nuestra interdependencia aunque el individualismo moderno nos haya convencido de lo contrario.
Por todo esto, así como creo en un feminismo anticapitalista, anticlasista, antirracista y antitransfóbico, también creo en un feminismo antimaternofóbico y antiniñxfóbico. La crítica al patriarcado no es solo la búsqueda de igualdad y equidad; también es abogar por la libertad de decidir sobre nuestro propio cuerpo, sea abortar o maternar. Rebelarnos es entender que el patriarcado es adultxcentrico y que un feminismo que replique una sociedad centrada en la idea del adultx universal, que es un varón blanco, heterosexual y con dinero, es excluyente, injusto y cruel. Abrazar la maternidad no es caer en la trampa del patriarcado o buscar que todas las mujeres sean madres; es, más bien, darnos la oportunidad de transformar lo que significa ser mamá y así luchar para que quienes decidimos maternar podamos hacerlo sin infantilización, violencia obstétrica, intervenciones patriarcales en la crianza y mandatos de la madre perfecta. Para que los padres por fin hagan la tarea y entren al hogar, cuiden a sus hijxs y sean más que proveedores. Para que quienes decidimos maternar seamos además de madres muchas cosas más sin que sea una batalla constante. Y para que, en pocas palabras, las madres también seamos libres.
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