Simón Mesa Soto: barrio, familia y cine
Simón Mesa Soto fue el primer director colombiano que se llevó una palma de oro en Cannes. Así es su vida con dos cortometrajes en la principal competencia de cine mundial y treinta años de vida.
imón apenas llegó ayer y su agenda va un poco apretada, cuenta Marie-France (su agente de prensa) mientras lo señala y pide paciencia. El pelao nacido en 1986 en Medellín está parado por segunda vez acá en Cannes y otea el horizonte desde la terraza del cuarto piso del Palais des Festivals. Le toman unas fotos tipo casual. Madre, su tercera filmación, lo volvió a meter en la competencia de cortos en la selección oficial de este festival. Lleva dos participaciones en línea.
El director está inquieto, nervioso, las manos le tiemblan y esquiva un poco la mirada mientras responde con monosílabos sobre su vida, Medellín y su sociedad, Colombia y la violencia. Elementos que son el trasfondo de su trabajo. La primera vocación de Simón al finalizar el bachillerato era ser músico: “un rockstar. Pero pa eso no había que estudiar”, confiesa. Fue en la universidad, mientras estudiaba Comunicación Audiovisual, donde “el bichito del cine” le picó. Tanto así que le dio para hacer una maestría en la London Film School. Su trabajo de grado fue Leidi, corto enviado por fuera de su escuela a Cannes 2014.
Una mezcla de orgullo y felicidad se ve en sus ojos cuando habla de esa primera vez acá. Simón estaba trabajando en la posproducción de Leidi cuando recibió el correo de la sección Cinéfondation: su corto había sido escogido. Más tarde llegó otro email, pero desde la sección Selección Oficial, le informaba también que era tomado en consideración. La emoción lo mandó a caminar y lo dejó sin palabras. No quería contarle a nadie. Su película era una de los nueve escogidas entre más de 3.400 de todo el mundo que se habían postulado ese año para la Short Film Palme d’Or. Eso lo enfrentó al feliz problema de escoger entre la Cinéfondation o la competencia oficial.
Hace dos años, la apuesta por lo grande funcionó y la noche del 25 de mayo de 2014, el director iraní Abbas Kiarostami dijo: “Leidi, de Simón Mesa Soto”. Un incrédulo Simón vestido de esmoquin subió a recoger la Palma de Oro. Diana Patiño, la productora del filme, lo aplaudía de pie en el auditorio. Simón no tocaba el suelo. Ser galardonado en Cannes es como ganarse el Mundial de los cortos. Solo imaginar que el menor de los tres hijos entre Juan Fernando y María Victoria criado en Belén Rincón fuera celebrado en Cannes. Un sueño. ¿Cómo más iba a ser?
Leidi pasa por un cuento recurrente en los barrios populares de Medellín. En esos puntos sensibles de la ciudad, las casas se aprietan entre calles angostas, los vecinos se conocen y la violencia hace parte del paisaje. Simón tomó notas mentales. Dice que el cine nos refleja. Los personajes de sus trabajos vienen aún de los recuerdos que tiene: “Uno se pega de un amigo, de una vecina, de la familia”. Lo sentido y lo vivido.
Mesa descubrió hace poco que las historias van saliendo a flote. Como en el caso de sus dos cortos, que tienen para él un conector. “Viendo en retrospectiva”, se tratan de la otra mejilla de la violencia. Esa que les llega de rebote a las niñas y mujeres en Colombia. En Leidi el director habla de una niña-mamá que anda buscando al papá de su hija; no por su desconocimiento, sino porque pasa por ausente, anda en sus negocios. La calidad de los mismos ni quita ni pone a los sentimientos de angustia y abandono de la protagonista.
Para hacer Madre, con la Palma de Oro encima, Simón quiso exponer un secreto a voces en el Valle de Aburrá: la explotación sexual infantil. Para lograrlo, se acompañó de la Secretaría de Inclusión Social de Medellín y conoció más de cerca los vericuetos de la prostitución, las webcams y la pornografía. Él presenta una arista diferente de estas muchachitas que no ven otra fuente de dinero. La de la alienación generada por la combinación entre precariedad y consumismo y las salidas denigrantes que marchitan el alma. Andrea, la protagonista de Madre, no habla, apenas responde a lo que se le pregunta. Y su mamá intuye, advierte, pero no es adivina y puede dar poco más que chispas de calor humano y compañía a su hija adolescente.
Simón Mesa siente estas situaciones como el reflejo de esa sociedad que se ha ido formando en Medellín, siempre víctima de diferentes tipos de violencia. Violencia que hace parte de “la vida misma”, según él. Una realidad que llega hasta hacerse estado mental en la que nos hemos revolcado tan amargamente. Los desplazados del campo arriman a Medellín y se asientan en sus laderas. “Acordate de Moravia, el barrio de chocoanos”, el que fue construido sobre una montaña de basura. “Barrios que luchan por ser incluidos [en Medellín]. Por tener un alcantarillado [que, en el caso de Moravia, construyó Pablo Escobar] mientras las clases altas ya se están subiendo a Rionegro. Se están yendo al oriente”.
El nombre del segundo corto de Simón cobra más relevancia dentro de ese punto geográfico en el que un matriarcado es cobijado por la sociedad machista. Mesa Soto trasluce lo influyente que es su padre en su círculo familiar y lo quiere extrapolar. Hannah, su novia, interviene: “Tal vez en su casa no es así, pero la sociedad antioqueña es un matriarcado”. Son las mujeres las que dominan el panorama ético y social en Antioquia. Sí: uno donde muchos sienten que deben producir bajo el lema de «consiga la plata mijo, consígala honradamente; pero si no puede, consiga la plata mijo». La maldición que trasforma a la capital antioqueña en Júpiter y fagocita a los que deben ser su futuro repitiendo la historia una y otra vez.
Fiesta en la playa
Horas más tarde de nuestro primer encuentro –un poco monosílabo–,encontré a Simón con Hannah y otros de sus amigos. Él era un invitado más a una fiesta y estaba descalzo metiendo sus pies en el Mediterráneo. Allí, por fuera de la cita oficial, le noté menos encasillado en el rol de director. Estaba tranquilo. Alegre, dicharachero, hablaba con cercanía. Disfrutaba del momento. Se confesó: “Todo lo que se percibe acá [en Cannes] con respecto a lo que se siente allá [Colombia] es muy diferente”. Su aterrizaje en Colombia hace dos años con semejante premio debajo del brazo, le hizo caminar entre las nubes por un par de meses.
Su familia le ayudó a temperar el momento y entender que Cannes ya había pasado. “Yo era un güevón más que salía a coger el bus”. El gran logro era apenas un escalón que debía consolidar con más trabajo. Alguno de los suyos afirma que Simón entiende que eso de «¿usted no sabe quién soy yo?» no funciona. Quizá en el mundo audiovisual algunos lo reconocen, pero no pasa de allí. “Apenas se reviente esta burbuja en la que estamos [Cannes], tengo que llegar a seguir camellando”. Él ya tiene un guión que está imaginado en Medellín pero que funcionaría en cualquier ciudad colombiana. Aunque no conoce mucho Bogotá, le agrada estéticamente la profundidad de campo que da su sabana.
“Medellín es como una Cataluña en Colombia”, comenta Simón con tono de queja por ese patriotismo local. Él aprecia la movida del cine en Colombia hoy. La presenta como una logia en la que todos se conocen pero que se abre al menos en tres capítulos: los paisas, los rolos y los caleños. Estos últimos, tal vez, son los más admirados. Mesa tiene entusiastas palabras para los realizadores de Cali con su larga escuela y su herencia dentro del mundo cinéfilo colombiano. Y habla de cómo su quehacer se ha visto potenciado al verse rodeado de «rolos». Sus dos productores han sido bogotanos.
También lo es Juan Sarmiento, el fotógrafo que le ha acompañado las dos veces en Cannes. La fotografía de Juan es la herramienta por la cual en los cortos de Mesa se ve esa profundidad de campo antes mencionada como fondo de los primeros planos. El bogotano pone como principal virtud del paisa la confianza que le da a su equipo para dejarle hacer su tarea a cada uno. “Con Simón hemos logrado construir algo que sigue evolucionando”. Para Sarmiento, Simón “es muy callado. Le gusta analizar las cosas […] Tiene muy buenas historias en la cabeza”. De pronto eso lo llevó al cine; y entonces quizá sí logre cumplir su meta: “Cuando cumpla cuarenta ya debo tener algunos largometrajes”.
Con la montaña o la ciudad como telón de sus filmes, pareciera que Simón busca generar una sensación de escape, tal vez en lo subliminal. Sus palabras me refutan, y agrega que “es solo un gusto estético. No todo debe tener un trasfondo. ¿Te acordás en Madre cuando llegan los pelaos de las motos? Ahí se ve esa profundidad. Me gusta mucho”. Sin embargo, Mesa Soto apenas se empieza a dar cuenta de que, después de exhibidas las obras, ya no pertenecen al autor. En lugar de ello, el público se las apropia y los trabajos empiezan a tener una nueva vida que en muchas ocasiones significa algo diferente a lo que el creador tenía en la cabeza.
Son las dos de la mañana cuando Simón me grita “¡Juan! ¿Pa ónde vas a hora?”. Él y su tropa quieren alargar un rato más la fiesta; pero Cannes parece sometido a la Ley Zanahoria y hay muy poco que se pueda hacer. En el camino al bar Petit Majestic, él se deja traicionar por la ambivalente relación que tenemos cuando señala que “hay más de veinte cortos acá de las nuevas generaciones. Nosotros somos como la generación de quiebre. Me siento casi viejo”. Hasta hace diez años, hacer cine era extraño en Colombia. Hoy Simón Mesa es uno de los varios que van abriendo un camino que les permite a todos tener al cine como un medio más en este eterno anhelo humano de contar historias.
Simón mira dentro de esa profundidad espacial que tanto le gusta. Al fondo está el Palais donde esta vez no se oyó su nombre. Pero seguro que sueña con volver a pasearse con una Palma en la mano por la croisette.
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