“El dibujante del comienzo no es el mismo del final”
Hace diez años, Luis Echavarría comenzó a trabajar en las 152 páginas de Liborina, recientemente publicado por Planeta Cómic. El artista antioqueño nos cuenta el proceso de creación de esta atípica novela gráfica, la construcción de ese pequeño universo –una aldea antioqueña imaginaria, pero contundentemente real– y su reescritura de la violencia colombiana en clave de ficción.
uis Echavarría Uribe ha dibujado toda su vida y desde los doce años es un lector voraz de historietas. Ha sido ilustrador, coordinador de estampación, tallerista, mesero, entre otras ocupaciones con las que se ha mantenido a flote en sus finanzas. Ha participado en más de trece exposiciones individuales y colectivas. En la actualidad trabaja como impresor en La Bruja Riso, un lugar repleto de plantas, donde se ofrecen servicios de risografía y talleres de edición. También hace parte de El Faire, una plataforma que visibiliza diferentes expresiones del lenguaje visual, y fue el artífice del taller La Chimenea, un laboratorio de historietas que operó durante cuatro años en Medellín.
Estudió artes plásticas en el instituto de Bellas Artes, pero su afición por la historieta lo llevó a cursar un pregrado en Arte secuencial en Savannah College of Art and Design, en Georgia (Estados Unidos). Su producción creativa sobre cómic la ha desarrollado a partir de la autopublicación. Aunque fue un lector ávido del género de superhéroes a temprana edad, nada de ello se refleja en su trabajo. La fantasía, lo absurdo, el porno y la ficción son las temáticas más reiterativas en sus cómics. Sin embargo, en Nada es privado (2015, edición en español) se le coló la autobiografía. Una de sus mayores hazañas fue Vejámenes (2016), un cómic artesanal en serigrafía del cual no quedó ni un solo ejemplar. Fuera de sus fanzines, hay que mencionar las colaboraciones en revistas como Dr. Fausto, Larva, Carboncito (Perú) y El Malpensante.
Paralelo a esa producción, trabajó desde 2010 en una historieta de largo aliento. Pero el camino para publicarla fue tan largo y espinoso como las catorce estaciones del viacrucis. La odisea comenzó en Estados Unidos, cuando un profesor le dijo que estaba listo para hacer su primera novela gráfica, y Luis le cogió la caña. Le pasó como al personaje de Raúl en Liborina: se metió en la boca del lobo. En dicho inicio avanzó un capítulo en un año. Pasó el tiempo y, en 2016, se ganó una beca de creación de la Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín, con la cual tuvo un impulso para adelantar otra parte del libro durante seis meses. Después intentó seguir por su cuenta, pero las finanzas se interpusieron y “la mecha se le apagó”. Aunque el proyecto se congeló, a finales del 2018 el editor de Planeta Cómic le propuso publicar un libro. Como dicen los creyentes, Dios aprieta pero no ahorca. Luis envió dos propuestas, pero la ganadora fue Liborina, la que inició a raíz del comentario del profesor. Como si fuera poco, el lanzamiento, que estaba planeado para la Feria Internacional del Libro de Bogotá, fue cancelado a causa de la COVID-19.
En Liborina, tres aventureros marchan hacia un antiguo pueblo que no aparece en el mapa oficial de Colombia en la década de los cuarenta del siglo XXI. Durante el trayecto, la intriga y el riesgo crecen como los ríos con la lluvia. Al llegar a la aldea, la aventura adquiere otros matices. En ese cercano futuro, el pasado fue distinto: el conflicto armado colombiano finalizó, en forma violenta, en la década de los ochenta y la Selección Colombia ganó la Copa Mundial de Fútbol de 1990. La expresividad, los diálogos y el estilo naturalista del autor provocan una experiencia totalmente inmersiva para el lector. En este libro, Luis bebe del género de la aventura, pero a su manera (en ello reside parte del encanto del cómic, junto con su vibrante registro cromático).
La última vez que vi a Luis fue en La Bruja Riso, cuatro días antes de que se decretara la cuarentena en Antioquia. Seis meses después llega a nuestra cita virtual, con pelo largo, y la barba y el bigote mucho más protuberantes. La publicación le cambió hasta el look. Cuando habla, su voz es pausada y serena; después de tantos años de espera no hay afán, se sabe seguro de lo que ha creado.
Usted proviene de la creación más combativa: el fanzine. ¿Qué cambios implicó trabajar en una historieta de largo aliento?
Sabía que iba a ser un trabajo distinto, más complicado. Intuitivamente establecí una estructura porque mi producción ha estado centrada en las historietas cortas. Aunque no tenía la experiencia, conocía algunas teorías. Esa estructura no me la planteé de manera académica, porque muchos autores escriben primero el guion, luego hacen todos los bocetos y entintan al final. A mí eso no me iba a funcionar porque me cuesta concentrarme. Yo tenía la experiencia académica para contar una historia por medio del cómic, pero no los formatos. Por mi cuenta empecé a investigar y me inventé mi propia metodología (lo que, obviamente, no es ninguna novedad). Hice la trama, tenía claro qué iba a pasar, el tono y los personajes, pero aún no tenía definidos los detalles. A partir de ahí construí un guion, era muy abierto porque escribía veinte páginas y luego trabajaba los bocetos, seguía con otras veinte páginas de escritura, hacía otros bocetos y, así, volvía a iniciar el ciclo. En la historieta corta, parto de una idea y no uso guion, sino que los bocetos y la escritura hacen parte de un sistema híbrido; en cambio, en la historieta de largo aliento trabajo por capas.
La publicación de Liborina se dio luego de diez años. ¿Qué cambió desde 2010?
En el 2016, cuando retomé Liborina por la beca que me gané, no sabía cómo volver a ese modo de trabajar, sentía que era el trabajo de otra persona. En el inicio del libro es donde está la mayor carga de detalles e información, en los paisajes y personajes. El tono de la historia siempre estuvo planteado para que la aventura empezara de forma ligera, se fuera haciendo más densa, y terminara de un modo un poco oscuro. Me gusta variar la forma en la que uno trabaja de acuerdo con el tono de las historias. Al retomar el libro no sabía cómo mantener la consistencia, pero empecé a practicar. El dibujante del comienzo no es el mismo del final. Un aspecto importante es que yo no entinté nada hasta el final, todo estaba hecho a lápiz. La mayor diferencia se ve entre las páginas a lápiz del inicio y las del final. Las primeras son muy limpias y las últimas más sueltas y sucias. Pero todo ello lo intenté uniformar con la tinta; lo que más me preocupó fue homogenizar los rostros de los personajes.
Y con relación al guion, ¿qué varió?
La idea siempre fue la misma, pero con el paso del tiempo cambié detalles y pulí algunas cosas. Por ejemplo, tenía una versión en la que uno de los protagonistas se quedaba a vivir en la aldea para ayudar a escapar a los demás. Fue al final cuando más me solté con la historia, pude repasar diálogos y afinarlos. También removí páginas y viñetas que estorbaban. Uno de los mayores retos fue construir un relato que fuera creíble, entretenido y perturbador. Mantener la estructura y el esfuerzo, en este trabajo de largo aliento, se me hizo difícil.
El libro propone una versión diferente del conflicto armado colombiano. ¿Por qué trabajar la memoria en forma de ficción?
En realidad, no hay ningún sentido allí. Mi intención fue crear una historia de aventura y no hacer un comentario o propuesta de nuestra realidad social. Lo que hice fue inventar un mundo con un contexto cercano al antioqueño y con unas reglas creíbles. Jugaba con el tiempo, el conflicto y el imaginario colombiano. Se trata de tomar cosas de la realidad para contar una historia; manipular las fichas para narrar.
Aunque usted manifiesta que no tiene ningún interés en hacer comentarios de carácter social, la violencia es una temática muy presente en el libro. ¿Por qué acercarse a esa problemática social con los anteojos de la ficción?
A mí me impresiona mucho que vivimos en dos realidades. Nosotros en la ciudad vivimos una, que en la mayoría de los casos es muy privilegiada, en cambio en el campo las personas afrontan el conflicto y el fuego cruzado. Lo quería transmitir como un choque cultural, porque yo no tengo una idea de qué se siente estar en medio de un conflicto. Aunque lo relaciono con el género de la aventura, no soy muy amigo de las historias de violencia. Más que ser una crítica, se trata de un contexto que yo quería recrear porque me cuestiona como colombiano.
Me llama la atención un pasaje de la historieta en el que Nora, una aldeana de Liborina, parece emular una pintura rupestre. ¿Qué lo motivó a incorporar esas primeras expresiones de la narración gráfica en el libro?
Yo no lo pensé como una pintura rupestre. La explicación de Nora es muy cruda y quería atenuarla. Y también dar a entender un poco más de ella, que le gusta el dibujo, de una forma suelta y desinteresada. A mí no me gusta la sangre y detesto la violencia, mas no por ello me autocensuro; sin embargo, para bajarle el tono a esa parte tan grotesca de la historia utilicé ese dispositivo para enunciar las consecuencias de la huida. Creo que si el arte rupestre está, sería cuando entran a la cueva y se ven las pinturas de las chivas en los murales.
Sobre ese punto de la pintura de las chivas y las imágenes de violencia que se observan en la cueva, ¿se trata de un museo de la memoria sobre el conflicto armado?
En la historia no lo expliqué nunca y es una memoria sobre lo que vivieron las personas que estaban en la aldea. Hubo algún artista o pintor de chivas que quedó atrapado en ese lugar y plasmó las historias de violencia que ocurrieron allí.
Se percibe en las páginas del libro una fuerte conexión con las plantas, los frutos, los animales y el ecosistema. ¿Qué tanto influye la naturaleza en su creación?
Mucho. Desde muy pequeño mis intereses, paralelos al dibujo, estaban en la naturaleza, la biología y la zoología; inclusive estudié dos semestres de Biología en la Universidad de Antioquia. Hay artistas que me encantan, que dibujan la vegetación de la forma más icónica, sencilla y mentirosa del mundo. Otros se van a las formas, a un estudio detallado. Y otros no le prestan atención, de modo que la vegetación adquiere una textura homogénea. En mi caso, me gusta que se aprecie cuáles son las plantas, su variación, es decir, que no se vean como algo homogéneo. Pero en algunos casos me interesa que se observe la textura en la distancia. Me da envidia de la artista Jillian Tamaki que dibuja una vegetación con todos los detalles. A mí no me da para llegar hasta allá, pierdo la paciencia. En esta historia, que ocurre en medio de una zona rural y boscosa, quería transmitir ese interés.
¿Por qué ubicar la narración en el occidente antioqueño?
Automáticamente lo conecté con esa zona porque yo tuve la fortuna de viajar constantemente a una finca en la región del occidente. Simplemente era mi referente rural. Podía transmitir esa experiencia del lugar, mientras que, de otra manera, sería un trabajo de investigación que me implicaría más carga. Pero en realidad, el nombre de Liborina no tiene que ver tanto con el lugar sino con su fonética.
En esa misma línea, en el libro hay un personaje llamado Albeiro que refleja el prototipo antioqueño. ¿Por qué representar la cultura paisa en el género de la aventura?
En mi trabajo he explorado con diferentes géneros y a todos les pongo mi contexto. Me interesa representar un imaginario. No sé si sea algo masturbatorio que yo hago, pero me gusta darle un contexto, de tal forma que el lector tenga otras lecturas sobre la historia y se pueda identificar con ella. Que haya algo más por abstraer. En este caso quería algo paisa, sin llegar a ser “guapachoso”. No quería un color local patriotero, ciego, sino reflejar quiénes somos y qué es eso que nos representa. Además, quería transmitir nuestro mestizaje, que somos un poco de todo. La aldea es un caldo de cultivo de cosas que pasan en Colombia y Antioquia. Siento que hay muchas historias por contar de nuestro país y quería dar mi versión. Tampoco me interesaba que fuera algo muy regional y que una persona de afuera de Antioquia no la pudiera leer. Espero que no sea así. En el caso de Albeiro, es el macho alfa de los años ochenta.
Aunque la historieta es muy rica en diálogos, el lenguaje corporal y gestual de los personajes no se queda atrás. ¿Cuáles fueron sus referentes para caracterizarlos?
Ha sido un proceso. Yo toda la vida dibujé muy apegado a los referentes fotográficos, pero luego entendí que eso puede entorpecer la narrativa porque si yo me baso en una foto, en muchos casos el dibujo congela la imagen. Mi lucha consiste en lograr que los gestos y la expresión transmitan la acción sin congelarlos. También caricaturizar un poco, exagerar, pero dentro de la realidad que estoy recreando. Si hablamos de referentes de expresión corporal y facial me remito a los hermanos Hernández, quienes dentro de su realismo también llegan al punto de exagerar o caricaturizar. No llego hasta allá, pero en la historieta hay que saber reconocer cuándo se necesita recurrir a esto, así mi estilo sea más naturalista.
En una entrevista afirmó que su estilo es muy clásico y anticuado en la narración gráfica, sin embargo, en Liborina hay páginas dobles que juegan con la composición y las formas. ¿Qué lo motiva a cambiar la tradicional plantilla de las viñetas?
Cuando digo que soy tradicional y anticuado no me refiero a la composición de las viñetas, sino al estilo de dibujo y a la forma de contar las historias. Percibo que las nuevas generaciones se desprenden cada vez más del dibujo y de la rigurosidad de la técnica, en lo cual no veo ningún problema, pero en mi caso sí fue algo muy importante a la hora de aprender a contar historias. Esos cambios que menciona no veo que se salgan de la forma tradicional de contarlas, en realidad es una forma de establecer ritmos. En ese ritmo, cuando quiero dar un golpe hago la doble página, aumento el tamaño de la viñeta o utilizo herramientas para contar la historia de forma distinta. Para mí, lo más importante al contar historias es el contraste; así el lector no cae en la monotonía y se producen cambios de lectura y de velocidad. Todo ello es una forma de manipular la narración para transmitir emociones que no están en los diálogos.
Al leer el libro no pude evitar pensar en Hicotea, de Lorena Alvarez, y en Agujero Negro, de Charles Burns, porque el principal giro narrativo de su historieta se desencadena al atravesar la concavidad de un espacio. ¿De dónde provino esa idea de utilizar conductos o pasajes para narrar?
Esa construcción nunca la expliqué en la historia, pero el túnel era la forma de conectar y provocar situaciones de riesgo y suspenso. No tenía ningún referente consciente. También tengo un trauma con meterme en huecos y espacios cerrados, e incluso tengo pesadillas arrastrándome en un túnel. No sé si sea algo inconsciente.
Cuando le preguntan por los referentes de su proceso creativo, usted ha expresado que las películas de los hermanos Coen, los cómics de Daniel Clowes, Eleanor Davis, Adrian Tomine, y El señor de las moscas de William Golding lo influyen. ¿Cómo incide todo ello en el libro?
Toscamente, como un vómito. Yo tengo los referentes a la mano, pero no fue algo meditado ni un proceso investigativo de cómo los iba a acoplar. Para mí es algo intuitivo. Cada etapa del proceso es un oficio distinto, es decir, escribir la historia, hacer los bocetos, entintar; cada uno es diferente y tiene sus referentes. Todo eso se junta de forma intuitiva. Incluso me detenía cuando estaba entintando, miraba algunos libros e intentaba invocar los espíritus de esos referentes que admiro.
Para terminar, ¿qué sigue después de Liborina?
Estoy haciendo un proyecto de historietas cortas, la primera la publico ahora en octubre. Mi idea es seguir en este proyecto, en el que quiero mantener el formato, pero cambiando el tipo de historia, el material y las herramientas. El propósito es que sea una colección seriada y, si sale bien, publicar dos o tres números al año. Y después proponerlo como un libro antológico.
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