Silencios y huellas en la obra de Carolina Borrero
En 2021, “Ser excavación” de Carolina Borrero estuvo entre las finalistas del Premio Arte Joven. Una nueva muestra de su obra orgánica y sutil está abierta al público en Espacio Eldorado, como parte de la exposición colectiva El paraíso en el nuevo mundo.
La calidad evocativa de cada una de las piezas de Carolina Borrero da cuenta de un quehacer cuidadoso, una factura paciente y un respeto por la calidad matérica poco convencional sobre la que se sustentan sus creaciones. “No soy una de esas artistas típicas que dice que desde niños amaban el dibujo y que por eso fueron artistas. A mí me gustaban las ciencias y las matemáticas”, explica Borrero sobre cómo llegó al mundo de la plástica. Ese interés primero por otras formas de ordenar el mundo incide todavía en la manera en la que ella se acerca a la creación de un proyecto artístico. “No sé qué me pasó cuando fui a escoger carrera, pero un día me levanté y dije ‘Voy a ser artista’. Me metí sin saber qué era. Ni siquiera era buena dibujando. Y, a medida que me fui adentrando, me empezó a gustar un montón. Al principio hacía lo que todo el mundo hacía: intentaba pintar o hacía cosas muy clásicas y, en algún punto, tuve un detonante que me permitió darme cuenta de que todo eso que me gustaba de la ciencia, la investigación de cositas, se podía mezclar con el arte. Y ahí es donde empieza todo”, recuerda sobre ingreso a la Universidad Nacional de Colombia.
Borrero se acercó a las artes de la misma manera en la que se acercó a la ciencia: jugando y experimentando. Durante su paso por la universidad cursó el pensum básico de la carrera, reuniendo las habilidades necesarias para el quehacer artístico y enfocándose principalmente en el área de la fotografía, de la que cursaría una especialización más adelante. Fue precisamente durante uno de estos ejercicios de fotografía que se encontró con una de las ideas más interesantes de su obra, una que es transversal a toda su producción. “En algún punto hacía muchos recorridos por la ciudad, buscando cosas o algún sentido de lo que era el arte para mí, porque aún no lo sabía. Un día estaba tomándole unas fotos a unas antenas, como si fuera cualquier cosa, y, cuando mandé a revelar el rollo, salió mal”, recuerda. Borrero, sin esperarlo, había descubierto un concepto fundamental de su producción plástica. “Me puse a investigar y descubrí que las películas estaban hechas con haluros de plata y las antenas tienen un campo electromagnético alrededor, por lo que si uno dejaba esas películas un tiempo, la imagen se empezaba a dañar. Me fasciné mucho con la idea de la transformación y de cómo unos elementos empezaban a coexistir con otros y cambiaban”, explica.
La huella
Preocupada por las relaciones entre los seres vivos y su entorno, la figura de la huella es parte fundamental de las reflexiones que se desprenden y que sustentan la obra de Borrero. Su relación con el medio ambiente y los espacios verdes que se configuran en las sociedades humanas viene de un afecto que desarrolló por las ciencias durante sus años escolares. A pesar de haber nacido en Bogotá, la artista pasó gran parte de su infancia en Cúcuta, las clases de ciencia de su escuela en ocasiones se desarrollaban al aire libre, ya sea en un arroyo cercano a la escuela o en un potrero colindante a los predios del plantel. “Empiezo a construir una relación de amor con estos entornos naturales por los que sentía mucha pasión y eso se traslada a mi práctica como artista”, reflexiona. “Sin embargo, en mi consciencia de adulto y de empezar a ver todas estas transformaciones de coexistencia me empiezo a dar cuenta de todos estos asuntos que tú mencionas de la domesticación. Eso atraviesa toda mi práctica porque lo que hago todo el tiempo es domesticar y transformar elementos, hacer cosas que se suponen no se pueden hacer con ciertos elementos para hacer evidentes estos procesos en los que nosotros estamos transformando los espacios, habitándolos para ordenar”, añade Borrero.
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“Estaba obsesionada con el concepto de coexistencia y este asunto de las transformaciones. Por lo que empecé a cuestionar sobre esa idea de los espacios naturales y empecé a darme cuenta de que en mi acto de existir, al habitar este planeta, lo que estaba haciendo era transformándolo”, complementa la artista, a quien su ejercicio con las antenas y los haluros de plata ya le había sembrado una serie de reflexiones sobre cómo los cuerpos se transforman si se relacionan en un espacio, además de señalar la paradoja de la entropía y el caos asociada al concepto del progreso. “Empecé a hacer recorridos muy silenciosos, no sólo en el páramo sino que iba a bosquecitos por acá cerca de Bogotá. Sólo caminaba”, explica sobre su manera de observar calladamente su entorno. Fue precisamente durante uno de estos paseos que se percató de que antes suyo alguien había recorrido la misma senda. “Ver que alguien había pasado, había roto una planta antes de que yo pasara, me hizo preguntarme muchas cosas. Existir es transformar y no hay forma de evitarlo, ahí empecé a trabajar de un modo mucho más evidente o agudo que estas relaciones que nosotros entablamos con los paisajes, las personas, los espacios”.
Así, por ejemplo, en Fenómenos ondulatorios, junto a Lucas Gallego, se despliegan una serie de piezas que se preguntan por el vínculo de nuestra especie con el territorio a partir del análisis de fenómenos físicos y problemáticas ambientales en nuestra geografía. El color sirve como herramienta principal de estas preguntas, jugando un doble papel en un montaje extenso que incluye piezas ilustradas, en semitono o acrílico. El color construye atmósferas y relaciones del humor de los personajes representados en la pintura occidental, de los azules melancólicos de Picasso, pasando por los rojos vibrantes y furiosos de Rothko o los vitalistas cuadros bañados de amarilla esperanza de Van Gogh. En cambio, Borrero utiliza el color como indicador del cambio y las transformaciones, pues es la evidencia visual inmediata del deterioro y marchitamiento del entorno. De igual manera, Fenómenos ondulatorios reflexiona sobre la idea de representación como forma de control “explorando maneras de aproximarse el entorno, caracterizando el territorio y dejando huellas en el proceso que se convierten en un testimonio de su transformación”, conforme explica el portafolio de la artista.
Materia prima: los procesos con objetos naturales
Sustentadas sobre materiales que, por ser tan naturales, no son los que se asocian inmediatamente a la idea de un artista, las producciones de Borrero se construyen en un ejercicio en el que la calidad matérica es tan poética como crítica. Durante sus procesos, la bogotana que se clasifica en su portafolio como “deconstructora de plantas” ha trabajado con semillas, plantas, tanto en su forma viva como en el uso de su cascarón cuticular seco, o carbón. “Esa historia viene también de mi tesis, que es completamente fotográfica”, comenta Borrero. “Hice una especialización en fotografía porque pensaba que por ahí era el asunto de lo que me interesaba. Lo que descubrí es que la fotografía no era suficiente, que definitivamente a mí me interesaba el material y los procesos. La analogía es la de meter la mano en la tierra. Cuando lo haces, queda un hueco, la tierra se modifica, pero tu mano también cambia de estado, porque adquiere cualidades de la tierra. Se ensucia o se arruga por el frío. Eso me interesaba mucho porque sentía que recogía un poco más lo que me interesaba, que era la transformación y la coexistencia”.
En una práctica de descubrimiento, la artista bogotana encuentra los principales materiales de sus piezas, ligadas de manera definitiva con la naturaleza, a partir de encuentros. “Cada pequeño pedacito de este enorme tema que es coexistir me va entregando materiales, yo no los busco. Ellos me buscan a mí. Yo simplemente estoy observando y haciendo cosas y de repente aparece un material que se hace notar para que lo use”, explica. De esa manera, por ejemplo, en Elaeis Oleífera (que desarrolló en conjunto con Lucas Gallego en 2021), Borrero reflexiona sobre el acto colonizador de la quema del suelo en la Amazonía colombiana para la expansión de los monocultivos al construir 735 semillas de palma aceitera en cerámica blanca, o tierra quemada, para generar pequeñas esculturas que hablan de semillas secas, improductivas. Así, utilizando una de las primeras técnicas de la historia del arte, la obra resignifica el uso del material para obligarnos a reflexionar sobre un desarrollo agrícola desmedido, al servicio de los grandes capitales, que convierte el suelo fértil del que mana la vida en yerma polvoreda, figura retórica de la muerte.
Cuestionando también el mito del progreso, está también Tótem, de ese mismo año y también en compañía de Gallego, que se configura como una imponente estructura en madera reciclada basada en el diseño de las hidroeléctricas en cuyo interior está ubicada una esfera de vidrio con orquídeas vivas. La obra señala la cadena de afectaciones de este tipo de manipulaciones del entorno pues, paradójicamente, al controlar el entorno perdemos el control del impacto que este acto puede tener sobre el curso natural de la vida.
Estas elecciones matéricas generan una resistencia interesante entre la artista y la obra, que está atravesada de procesos, reflexiones y experimentos para que adquiera la forma que Borrero ideó cuando construyó la metáfora en su mente. “Me interesa el trabajo con materiales muy sensibles y delicados porque no puedo controlarlo todo. Los materiales, como están vivos, van cambiando en su materialidad. Incluso cuando las piezas están expuestas siguen cambiando. A veces cambian de color, se vuelven más chiquitas, les pasan cosas”, explica, para luego resaltar que una obra puede ocuparle dos o tres años de su vida, por lo que en simultáneo está trabajando en varios proyectos. “Para mí es una metáfora de lo que nos pasa a nosotros con los territorios y nuestra relación con el entorno. No podemos manejarlo del todo. Las energías y las fuerzas físicas del entorno a veces son más poderosas que nosotros”, añade.
Cuerpos de agua:
[widgetkit id="440" name="Articulo - (FOTOS CUERPOS DE AGUA)"]Para bien o para mal, toda obra guarda algo de la identidad del artista que la produjo. Sin embargo, Cuerpos de agua, el último montaje de Borrero en el Espacio el Dorado, es su trabajo más evidentemente autobiográfico. La construcción de esta obra que incluye esculturas mínimas y delicadas en aloe vera, fotografías intervenidas, dibujos, video y parénquima botánica, nace de la reflexión que la artista realiza sobre su historia familiar, atravesada como un caudaloso río en la geografía por el conflicto armado que se ha extendido en nuestro país durante décadas. Al parecer, según cuenta su familia, el tío de Borrero fue uno de los muertos de nuestro relato bélico y su cuerpo fue arrojado al río Duda, en el departamento del Meta, punto de convergencia de las balas, la sangre y la violencia. Esta práctica común de devolver los cuerpos a un Estigia verídico se ha extendido durante décadas en nuestro país y es una de las imágenes brutales con las que hemos configurado nuestras historias.
El río, figura del cambio, metáfora de la vida, es una imagen idónea para disponer la colección de obsesiones de Borrero: se convierte en vena de la geografía nacional, retrata las transformaciones que genera el territorio sobre los cuerpos y configura la idea de que todo fluye y está en continúo cambio. “Siento que no puedo hablar de algo que no me toca. Siempre vi nuestro contexto de violencia muy desde afuera, porque sentía que no podía hablar de él. Sin embargo, siempre estuvo presente en mi vida la historia de mi tío”, anota Borrero sobre esta obra que nació en pandemia la cual, por el encierro obligatorio que ordenaron sobre nuestros recorridos, parte del territorio de la memoria personal. Toda familia tiene en este país un relato que la vincula a la guerra y la del tío de la artista es sólo una piedra a la ribera de un cauce que sigue manando sangre colombiana. “Empecé a ponerle atención a mis tíos y a todos los que hablaban de él y también empecé a revisar las fotos de mi casa y a preguntar quién las había tomado. Recordé que a mí me habían dado una de las cámaras de mi tío que tengo por ahí. Empezó a hacerme sentido a mí reconstruir territorios a partir de mi historia personal. Así es como empiezo a trabajar todo este tema, del que luego entiendo que no es un asunto que sólo me pasó a mí o que le pasó a mi familia, sino que en realidad es un asunto muy personal que tiene eco en muchas otras personas y muchas otras familias”, añade.
“Me interesaba el asunto de la huella, pero no una huella que yo creara, sino que estuviera en el territorio”, continúa Borrero. “Haciendo muchos estudios de huellas del territorio, llegué a la huella geológica que es lo que pasa con las piedras. Muchas de estas piedras de los ríos se generan porque se desprenden de la montaña y luego tienen un recorrido por el agua, que en su mismo tránsito las sigue esculpiendo. Sentía que la roca era esa escultura primigenia que había, pero luego recordaba todos esos relatos de mi familia diciendo ‘Seguro lo echaron al río’. Porque nunca se volvió a saber nada de él. Imaginaba que su cuerpo pasaba por las piedras y, cuando pasaba, dejaba huellas sobre ellas”, complementa sobre la potencia poética y narrativa de la obra. Borrero entonces empezó a trabajar con pequeñas piedras de este río que utilizó como moldes para frágiles esculturas construidas con las entrañas pulposas de la sábila. Fue un proceso largo de experimentación con un material difícil de domesticar para replicar las formas líticas de las testigas de la violencia que había tomado del territorio. Al final, probando distintas maneras, encontró un método que le permitía replicar los contornos de las piedras como una membrana seca, mismas rocas que tal vez pudieron tener contacto con el cuerpo de su tío que se llevó el río.
Este proceso de reconstrucción del territorio es también una suerte de ritual que, al practicarlo, va limpiando las heridas familiares que marcan el relato personal de Borrero. Por ello, la materia sigue evocando algo más allá de la forma que calca y que le es imposible perpetuar. “Empiezan a rondar en mí todas esas plantas que son rituales, de sanación, pero que en otros términos tienen que ver con la recuperación, con la sanación física”, complementa sobre el doble uso que tiene el aloe cristalino: en un sentido ritual fue utilizado como planta de purga por comunidades originarias y, en un sentido más extenso a nuestra cotidianidad, cierra y cicatriza las heridas. Estas piedras, por supuesto, no pueden tocar el agua porque se deshacen en ella, lo que ratifica la idea de un cuerpo que es devorado silenciosamente por el río, el cuerpo de agua que se suma al caudal del cuerpo de agua, el cuerpo con nombre propio, historia y anhelos que se desbarata en minerales y materia orgánica entre las rocas y el agua. Esta idea se reafirma con un video en el que Borrero sostiene una de sus piedras vegetales en su palma empozada, hasta que se desdibujan sus contornos: “el recuerdo reconstruido de su corporalidad se me va de las manos al intentar conservarlo allí, húmedo y efímero, porque la realidad de una desaparición es que no hay memoria posible, pero tampoco formas de olvido”, comenta en la explicación de su obra que hace parte de su portafolio artístico.
Borrero utilizó un archivo de fotografías de su tío que estaban celosamente guardadas como tesoros del álbum familiar. La artista intervino las imágenes hasta eliminar toda huella humana del territorio, demostrando el proceso por etapas: primero la fotografía original, luego van desapareciendo las personas y, al final, sólo queda el paisaje. Así mismo, la artista utiliza una selección de imágenes aéreas del río que su tío tomó en los años anteriores a su desaparición. Es una reflexión sobre la memoria y el recuerdo, cicatrices mnemónicas que signan las historias particulares de los cuerpos pues, al final, somos las historias que nos contamos y que escuchamos. De igual modo, estas fotografías sirven como vínculo entre las percepciones y miradas de Borrero y su tío, construyendo un diálogo sobre el paisaje, la memoria, la ausencia y la huella.
Al final, Cuerpos de agua deviene en una serie de asociaciones que desdibujan la presencia humana, el rastro y los rostros del territorio para hablar de esas ausencias que se convierten en las narradoras de nuestra historia. Nunca un convidado de piedra fue tan ruidoso como en la historia de la familia de Borrero, pues habitaba un lugar en la mesa en la que sus tíos compartían el pan y sus historias. De esta manera, Borrero ha creado una serie de metáforas poderosas al extraer la materia prima del territorio, proponiendo nuevos relatos para sanar. Utilizando al territorio como un lugar para la memoria, Borrero reafirma su idea de la transformación y la huella. Al final, su tío hubo de haberse ido y su memoria tuvo que ser sublimada por las aguas para ser uno con el río, que siempre está cambiando.
Imágenes: Carolina Borrero
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